El viernes por la noche, conocí a un niño muy sonriente, muy despeinado y muy alto.
Me pagó las cervezas, me invitó a Los Alpes, me dió conversación hasta las cinco y me llevó a la puerta de mi casa recordandóme todo el camino, que me llevaría a comer a un sitio muy chulo.
A la mañana siguiente me escribió un mensaje, uno de los más bonitos que me han escrito ultimamente y a las 12 en punto (cómo me gusta este niño!) estaba abajo esperándome.
Condujo una hora y pico, por autovías, por carreteras, por caminos, para enseñarme un pueblo en los Picos de Europa sacado de un cuento suizo.
Despúes de comer, dormimos la siesta en la Majada del Toro, a la orillita de un río, con el sol asomando tras las montañas. Y en aquel momento, pensé que todo encajaba. Que mi vida era un cuadrado perfecto y sin fisuras en las esquinas.